Un pasillo oscuro, laberintos intrincados entre la gente que no duerme
por miedo a no despertar, los aguateros con sus vasijas de indigencia.
La muerte que se pasea intentando el segundo entierro de las almas,
el cartón, los diarios aun no leídos, botellas vacías por doquier, la chatarra que no cesa de desfilar por los subsuelos de este gran edificio;
los focos de infección no permiten el amanecer, las ratas deambulan entre los perros y los gatos como si fuesen un miembro más de la familia.
Los carros se hacen a la mar con cada alba buscando ese “no se que” de la ciudad de las oportunidades del “que se yo”. Las utopías higiénicas se desmenuzan en los umbrales de las puertas mientras una horda de cristianos no se cansa de alabar, una antítesis permanente de comida y de moral susurra a los oídos del inquilino que pelea con las goteras hasta fenecer. El miedo desde las sombras yerra por las escaleras en busca de la victima adecuada, los sótanos se convierten en la perdición del curioso.
El día se cierra, y las compuertas de este albergue amedrentan los diálogos en la necrópolis, los espectros vuelven uno a uno a sus soledades, se distancian e intentan dormir,…aunque no lo logran.
La realidad de los refugios citadinos, campos de aislamiento, viñas secas en el lodazal de las noches y la imagen de un bebé gateando hacia las penumbras; un pequeñuelo que crecerá de entre la nada como aquel yuyo que ansia ser arrancado de estas tierras de una vez y para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario